miserias aeroportuarias
por Carlos G. Cano
En casi todos los viajes largos suceden cosas: personas, sueños, casualidades, pérdidas... Pero desde el 11-S, cuando viajas en avión, suelen pasar más cosas y más surrealistas. A mí me ha tocado vivir tres o cuatro historias de ésas, ya. Lo que explico a continuación es una de ellas.
Al comprar el billete de vuelta San Salvador – Barcelona por Internet, me hizo mucha ilusión ver que sólo tenía que hacer una escala, en Ciudad de México. Pero cuando, al facturar, supe que en realidad sí había una más, “para pasar la aduana” en Madrid, imaginé que el chasco correspondería sólo a las habituales molestias aeroportuarias. ¡Qué ingenuo!
El primer vuelo salía de San Salvador a las tres de la tarde. Como, tras confirmar por teléfono un día antes, me instaron a facturar las maletas con tres horas de antelación, me entretuve leyendo el periódico en uno de los carísimos bares del aeropuerto –las únicas zonas en las que se permite fumar–, y comprando tabaco y ron en un “duty free”.
A México llegué de bastante mal humor pero el recuerdo de los “chilangos” con los que me había cruzado hasta entonces, me devolvió la sonrisa. Embarco de nuevo, destino Madrid. El viaje es larguísimo. Por suerte me toca un asiento situado junto a una salida de emergencia y puedo estirar las piernas, pero que después de un par de cabezadas, cuando para ti es de madrugada y ya estás muy cansado, de repente, al aterrizar, sea la hora de comer, trastoca bastante.
En Madrid un pasaporte español te ahorra algunas colas pero en el control de seguridad no hay tregua: –¿Lleva una botella en la bolsa, señor? –. Por muy intacta que esté, con factura del “duty free” y todo, la de seguridad señala apenada un tríptico de la normativa europea. Al parecer sólo se puede pasar con botellas compradas en aeropuertos de la UE, no de fuera. Pero me da una solución: invertir la hora y poco que tengo en coger el trenecito que me lleva de la T-4 satélite a la T-4, y facturar mi botella en la bolsa del ordenador portátil. Está bien...
Me arriesgo y aprovecho el trayecto para recolocar como puedo los paquetes en las cuatro bolsas que llevo. Al llegar al área de facturación, la empleada de Iberia me dice que no se pueden facturar botellas; que si se rompen pueden manchar otras maletas... Pero ante la oferta de envolverla en periódico y precintar manualmente una bolsa de plástico con cinta adhesiva, para luego meter todo en una bolsa de tela acolchada, diseñada para transportar portátiles, acepta.
Me pongo manos a la obra y, mientras tanto, la chica empieza a toquetear el ordenador. Le pregunto cómo voy de tiempo: parece que bien. Pero ¡sorpresa! Al parecer no consta que yo esté en Madrid. Claro, mi vuelo decía México – Barcelona; para nada mencionaba una escala en la capital de España... ¡Qué absurdo! En ese momento me acordé del Estatut, de Zapatero y la madre que los parió a todos. Pero la chica de Iberia, muy eficiente, insiste y decide consultar con su superior: va, vuelve... y no. Imposible.
El ordenador dice que no estoy en Madrid y en verdad, pienso yo, así debería ser. Pero tengo poco tiempo: le regalo la botella a la madrileña empleada de Iberia, que ha sido muy amable después de todo, y le explico que el ron es nicaragüense, de siete años... Ella lo agradece y se despide con un “de verdad, no puedo hacer nada”. –Ya lo sé, ya lo sé.
Vuelvo a coger el trenecito que me devuelve a la T-4 satélite, aprovechando el trayecto para poner de nuevo todo en su sitio, con más facilidad porque ahora hay más espacio. Antes de embarcar me fumo un cigarro en una de las zonas habilitadas –gratuitas– de Barajas, y pienso: si no hubiese tenido que hacer escala en Madrid, mañana podría brindar con Flor de Caña por mis aventuras. Pero en vez de eso brindé con cerveza y hablé de miserias aeroportuarias.
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